Guerrero Malagón nació en la cuna del Amarguillo. Como el del propio río fue su alumbramiento un acto humilde, desprovisto de mundanos boatos y otros fastos que distorsionaran la nuda liturgia de la naturaleza, el milagroso rito de exponer a los átomos del aire una vida emergente, rodeada de amor y de peligro.
La Calderina, Madre totémica de nuestro pequeño río, contempló imperturbable las prístinas andanzas de aquel niño pastor, fascinado por la luz y por la profundidad de las formas, que realizaba trazos sobre la tierra fresca, previamente allanada con las manos, mientras apacentaba ovejas y sueños de color.
Gracias a diversas becas concedidas por la Diputación y los ayuntamientos de Urda y Toledo, el joven pintor pudo acceder a una formación académica clásica y convencional.
Su andadura profesional le llevó por los caminos de la docencia, actividad que alternó con la práctica de la escultura.
En 1950 participó en la exposición internacional de Pittsburg (EE.UU.) y en 1953 se trasladó a París buscando un ambiente propicio a la expansión de sus magnas inquietudes culturales y artísticas.
A su regreso cofundó “Los Candiles”, el primer grupo toledano de vanguardia, luego siguió la asociación “Estilo” y su revista “Ayer y Hoy”, única publicación de arte, ensayo y literatura de la ciudad Imperial.
En el alma de este singular paisano convivieron, sin conflicto, las esencias trascendidas de El Greco, Goya y Van Gogh entre otros grandes.
Contemplado sus cuadros, uno tiene la impresión de que este hombre era una especie de Ulises de secano que viajaba a bordo se su alucinante paleta hasta el profundo Hades de los símbolos. El supo acariciar con sus pinceles la capital del mundo de lo oculto, extraer la luz recóndita de sus entrañas y de las nuestras hasta hacer de sus cuadros un espejo de nuestro pretérito más allá.
Pero juzgad vosotros mismos.
