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Recuerdos de
Elda o las fiestas de mi pueblo |
Emilio Castelar |
¿Será
verdad? ¿Volveré a mi tranquilo valle y las campanas no resonarán como
antes en mi corazón, y la luz encendida al pie del retablo antiguo no
brillará como antes a mis ojos, y el campo no tendrá los mismos aromas,
ni el horizonte los mismos destellos que en mi infancia, cuando las ilusiones
se teñían en las florestas como las alitas de las mariposas, o la fe libaba
esperanzas en la lejana estrella, como la abeja miel en la flor del cantueso
y del romero? Si ha de suceder así, no me lo digas, y déjame que avive
en la memoria, con toda la fuerza de mis recuerdos aquellos días en que
no contábamos los años y en que no caían sobre nuestras cabezas las escarchas.
Volver a mi pueblo y no sentir sus regocijos o sus dolores cuál los sentía
en otro tiempo, será encontrar a la mujer amada y no abismarse en sus
ojos, y no estremecerse al soplo de su aliento, y no caer de rodillas
al crujido de sus vestiduras, y no experimentar el éxtasis y el arrobo
de los primeros amores. Las montañas deben conservar los mismos cambiantes
que las tornaban en piedras preciosas, con las laderas por facetas, o
en masas aeriformes de azul celeste, como pedazos desprendidos del cielo
a la tierra, sobre todo cuando los rayos verticales del sol poniente las
herían y les daban sus variados arreboles. La salvia y el tomillo y el
espliego deben, cuando las plantas los huellen, mandar al cerebro aquellas
esencias embriagadoras que lo hacían soñar con mil imaginaciones de la
mente, como dicen que hacen soñar con las huríes del edén los bebedizos
árabes. En la acequia, llena de guijas y de limo, deben todavía esconderse
por las cintas de las hierbecillas las luciérnagas,
cogidas a mano por nosotros y presentadas a las muchachas para que las
prendiesen a sus trenzas a guisa de animados diamantes. El anís ha de
blanquear en sus flores circulares; el granado se ha de enrojecer con
sus adornos carmesíes; la palma ha de susurrar en la alta palmera, mecida
por las brisas; el racimo ha de lucir sus uvas transparentes bajo los
pámpanos; el espino ha de brotar sus guirnaldas, que envidiaría una novia;
la retama ha de poner en sus flores amarillas juntamente con las pálidas
florecitas de la zarzarrosa; el jilguero ha
de correr por la enramada, mientras el riachuelo se deslice entre los
cañaverales y los tarayes; la nube, allí bendecida y esperada como en
la Arabia, se ha de prender a las cimas de las altas cordilleras, prometiendo
su lluvia y su rocío; de suerte que todo estará lo mismo, todo permanecerá
en su inmutable esencia y sólo habrá cambiado lo permanente, lo imperecedero,
lo eterno: nuestra alma. Felices, muy felices los que nunca salísteis
de ese nido, ni atravesásteis las tempestades
del mundo. Felices, muy felices los que consagrásteis
todos los días a Dios vuestras plegarias en la misma iglesia, a la familia
vuestro amor en el mismo hogar, al cielo vuestra mirada en el mismo horizonte,
y casi supísteis desde la infancia el santo
lugar donde habían de reposar en paz vuestros huesos. Nosotros cambiamos
de hogares como de camisas, dejándolos sin escrúpulo abandonados como
los avestruces dejan sus crías en el desierto, y a lo mejor nos quedamos
en un abrir y cerrar de ojos, hasta sin patria, desdichados náufragos.
¡Y nos creeréis felices porque oís resonar por ahí nombres antes oscuros,
cuando los felices sois vosotros! Cierto que no habéis visto las obras
maestras de arte, pero tampoco las profanaciones de la inspiración y la
servidumbre del genio; cierto que no habéis probado el licor embriagante
de la gloria, pero tampoco la amargura de la calumnia; cierto que no habéis
subido a las cimas vertiginosas del poder, pero tampoco rodado a los ariales
donde se clavan las espinas de la envidia. En el mar inmenso, en sus olas
coronadas de férvidas espumas, no podéis apagar vuestra sed, mientras
que la apagáis a vuestro sabor en el hilo de agua clara que despide la
modesta y recatada fuente. Será que mi alma dolorida necesita bálsamo;
que mis fuerzas fatigadas necesiten reposo; que mis combates diarios necesiten
paz: a la continua convierto el pensamiento con amor hacia el hondo valle
de mi infancia, y pido al aire que baja de sus montañas oxígeno para mi
pecho, y a las oraciones que suben por sus torres y por sus campanarios,
fe y esperanza para mi alma. ¿Te acuerdas? No quería separarme de ahí cuando me obligaban
a ir al colegio. Un maestro en vez de una madre; los camaradas en vez
de los hermanos; el pasante ceñudo que venía a despertarnos cuando estábamos
acostumbrados a que nos despertara nuestra abuela; el régimen disciplinario
sustituyendo a la libertad campestre, la ciudad indiferente en lugar del
pueblo, tan conocido y tan amado como la propia familia; la oración murmurada
como una consigna de cuartel, y no aquella salve dicha a la luz del amanecer,
al toque de la campana que saludaba al alba, entre el coro de las alondras
y el grito agudo de los gallos, mezclados con el rumor de los instrumentos
de la labranza que iban a fecundar los campos, y el despertar de toda
la muchachería que cantaba en competencia con las aves, exhuberantes de vida y embriagados de luz. Recuerdo mi partir, en que el corazón verdaderamente se
partía en pedazos. Resistíme como el cordero
al cuchillo. Bajé a las bodegas, subí a los desvanes, me encerré en los
escondites del lagar y de la almazara, me enterré en los pajares, pues
prefiriera convertirme en la piedra del suelo, deshacerme en la ceniza
del hogar, evaporarme en el humo de la chimenea, a dejar aquellos sitios,
ungidos con tantas lágrimas y consagrados con tantos recuerdos. Cada árbol
de mi huertecito mereció un abrazo. Yo le recomendé al azofaifillo
que siguiera creciendo para dar al viento con gallardía no usada sus hojas
de áureo verde y sus frutas relucientes como granillos de pórfido. Yo
les pedí perdón a los albaricoqueros por haberles mil veces arrancado
sus albaricoques, antes de madurar, con desapoderada impaciencia. Yo le
encargué al membrillero, entre cuyas hojas de color de las lilas brillaban
los membrillos del color de los limones, que se apresurara a endulzar
la aspereza de sus frutos con la jugosa savia. Yo me subí a la copa con
la higuera, sólo para abrazar aquellas ramas, las cuales tantas veces
me habían ofrecido sabroso almuerzo, sazonado con el rocío de la mañana.
Yo le dije una palabra a cada cepa, a cada arbusto, a cada retoño, como
si fueran una legión de amigos. No lo olvidaré. En el rosal de rosas amarillas unos verderones
tenían su nido de hierbas secas y motas de lana blanca. Contra las naturales
inclinaciones de los niños, habíamoslos respetado
y vístolos crecer sin hurgarlos. Si piaban,
creíame que hablaban algo, y seguía con ellos
una conversación muy tirada, diciéndoles cosas tiernas de su madre y de
la mía, y rogándoles pidieran por ella al cielo todas las mañanas en sus
primeros píos, pues a mi madre debían, a su caridad inagotable por los
seres racionales e irracionales, por los seres animados e inanimados,
el haber podido criarse entre la opulencia propia de un rosal amarillo
y fuera del alcance de nuestras manos y del torbellino de nuestros juegos.
Se habían ido como yo me iba. No puedo decir cuánto me apenó su inesperada
ausencia. ¡Pobrecillos! Plegue al cielo que haya sido su suerte superior
a la suerte de su compañero. Plegue al cielo que no hayan visto lo infinito
sin poder recorrerlo; que no hayan sentido el amor intenso sin poder apagarlo;
que no hayan abrigado esperanzas e ilusiones sin poder realizarlas; que
no hayan caído en la celada del cazador o en la traición del enemigo,
ya que se entregan, como nosotros, a los giros del viento y a los caprichos
de la suerte. Partíme por fin; partíme, no sin haber
llorado como si el mundo entero se acabase y la familia entera se muriese
para mí, tanta era mi desolación, tan grande mi resistencia, casi invencible,
a ser trasplantado de aquel suelo, en cuya savia creía yo que se alimentaba,
como las raíces de los árboles y de las plantas, las raíces de mi propia
vida. No volveré a ver otro paisaje como aquel que ví
aquella tarde a través de mis lágrimas. Los olivares se blanqueaban y
se oscurecían al soplo del aire, que rizaba sus hojas de doble color;
los palmerales vibraban, como si cada una de sus palmas fuese verdadera
lira pulsada por el viento; serpenteaba el río entre los viñedos, dando
toques argentados al oscuro follaje; los álamos se levantaban sobre los
arbustos y las rotondas sobre los álamos, confundiéndose los signos de
la religión y los seres de la naturaleza, cual en nuestro ser se confunden
e identifican el cuerpo y el alma como si compusieran una sola sustancia.
Muchos te habrán visto, tierra predilecta de mi corazón; muchos habrán
recogido tu cal para sus huesos, tu fósforo para su cerebro, tu hierro
para su sangre, tus moléculas para sus átomos; muchos habrán llorado en
tu regazo y habrán nacido o muerto en tu seno; pero nadie te habrá amado
como te he amado en mi vida, ni te habrá recordado como te he recordado
en mis dolores. Desde aquel punto, hora siniestra para mí, acabáronse las mayores alegrías para el corazón y perdieron
su magia las festividades mayores del año. Si las campanas de la ciudad
tañían a muerto o repicaban a regocijo, no acertaban a sacudirme con emociones
tristes o alegres como las campanas de mi iglesia. Si el tamboril o la
dulzaina salían por las calles, no resonaban como aquel tamboril y dulzaina
de mi aldea, que en la fiesta de San Antón congregaban todo el pueblo
en torno de las hogueras y hacían bailar las parejas a su compás moruno
con gravedad que no excluía ni la ligereza ni la gracia. Si las máscaras
bromeaban en el carnaval, no podían de ninguna suerte interesarme como
aquellas máscaras de mi pueblo; porque, al fin y al cabo, resultaban sus
propios rostros de carne y hueso como desconocidas caretas. No acertaría
a decir lo que era un carnaval en aquellos tiempos de gozo, en que buscábamos
para las comparsas y sus disfraces los arreos de nuestros antepasados,
los tricornios mugrientos que habían corrido la tuna, las casacas moradas
que habían asistido al recibimiento de la Reina María Luisa, las chupas
de raso bordadas con guirnaldillas de rositas, los enormes relojes competidores
de los que sonaban en las torres, los guardapiés de tisú, las pelucas
empolvadas, los mil objetos con que hoy comerciaría un anticuario y que
nosotros aderezábamos de pintoresca manera, sin otro consejo que el capricho
de nuestra desenfrenada fantasía, ni más fin que divertirnos todos, viéndonos
los unos a los otros por las calles en una broma continua. Y no digo nada
de los moros y cristianos. La ilusión era completa. El tabernero de la
esquina, el mojigato de la vecindad, el cristiano viejo sin un abuelo
que oliera a hereje, el sacristán de amén, parecíanos
Muza o Tarik, grandes sultanes
de serrallo, incapaces de probar el torrezno y de respirar el vino así
que vestían los pantalones bombachos de seda amarilla, las fajas multicolores,
las chaquetas bordadas de lentejuelas, los turbantes de gasa llenos de
alharacas, las babuchas de tunecino tafilete. Una vez disfrazados de esta
suerte, ni advertíamos bajo el disfraz su propia condición, ni advertidos
la creíamos, pues en la fuerza creadora de nuestra fantasía estaba el
fingir, moros hechos y derechos, recién venidos de Mauritania, conquistadores
de España, a los cristianos viejos que, por devoción al santo de la festividad,
participaban con ardor infantil de aquella mogiganga.
Los nuestros solían vestir, no como los caballeros de la Vega, cuyas estatuas
vemos bajo las bóvedas de la catedral de Toledo, sino como petimetres
del último siglo: que mis paisanos, como los pintores del Renacimiento,
reparan poco en cualquier anacronismo. Nada de brocado, de malla, de cota,
de pacete; al revés, calzón corto, zapato con argénteas hebillas,
medias de seda, casacón antiguo, sombrero apuntado, distinguían a los
católicos de los mahometanos. Pero en lo que ambos ejércitos se confundían,
era en el estruendo que armaban por cuarenta y ocho horas seguidas cerrando
el uno contra el otro con mortal coraje. Diríase que estábamos en plena batalla, y no en sencilla
fiesta: tal sonaban los arcabuces, las descargas, los cañonazos, las bombas,
las tracas, los morteretes, los petardos, las mil explosiones de la pólvora.
El castillo de cartón pintado, parecíanos real
y efectiva fortaleza, en cuyos muros los enemigos de nuestra religión
oprimían y vejaban a la patria. El embajador cristiano, que iba caballero
en su alazán, precedido de heraldos y pajes, acompañado de pomposa comitiva,
en requerimiento y demanda de la fortaleza, llevaba consigo nuestros votos,
como si de real y no fingida embajada se tratase. El día primero de la
fiesta, en que los moros ganaban la batalla, nos íbamos tristes a nuestra
casa, como si volviéramos del mismo Guadalete
y nos encontráramos la iglesia profanada por los ulemas, y ocupado el
hogar por los guerreros, reducidos nosotros a las mazmorras y señaladas
las mujeres al serrallo. Más en el día siguiente, cuando entre el humo
rojizo de la pólvora, el relampagueo de los fogonazos y de los tiros,
el estruendo de las descargas y la gritería universal de los combatientes,
trepaban los nuestros por las escalas y combatían cuerpo a cuerpo en las
almenas, arrojando moros muertos por los adarbes,
y persistiendo hasta poner la bandera española en la más alta cima, el
«Te Deum» que estallaba en nuestro pecho podía confundirse, por lo religioso
y lo sincero, con el «Te Deum» inmortal de las Navas de Tolosa.
Yo de mí sé decir que estudiando en aquella sazón la historia
patria, representábanse a mis ojos como en relieve
los mapas de nuestras grandes batallas, y parecíanme
como de carne y hueso los opuestos ejércitos. Sobre todo, dibujábanse
a mi vista los incidentes de las Navas. Veía, pues, los altos de Almuradiel pintados de flores por los primaverales meses;
el inmenso ejército africano, cuyos alquiceles y alfanjes, moviéndose
sobre los lomos de los alazanes del desierto, aseméjanlos
a nubes atravesadas por rayos, el Emir de los creyentes, sentado bajo
su tienda de riquísimos colores, circuído de
sus negros encadenados, que ofrecían viviente muro a su seguridad y resguardo,
puesta la mano en la empuñadura de su sable, los ojos en los versículos
de su Korán, y el pensamiento en su Alah;
mientras de otro lado, reverberando el sol de Andalucía en sus petos y
en sus cascos, la cruz al frente, los ejércitos cristianos; el buen don
Lope de Haro en la vanguardia con sus fuertes montañeses, que parecían
haber robado su vuelo a las águilas, según se movían por los agrios riscos
y bajo el peso de las graves armaduras; el rey D. Alfonso VIII en el centro,
asistido del arzobispo D. Rodrigo, que peleaba y escribía, soldado e historiador,
en aquella hazaña; el rey D. Pedro II de Aragón a un lado, y a otro lado
el rey D. Sancho «el Fuerte» de Navarra, ambos heroicos capitaneando ambos
aquellas huestes, que habían vencido al infiel en cien batallas y reconquistado,
con la reconquista del Pirineo los seguros eternos de la patria; las órdenes
militares con sus hábitos y banderas y divisas de matices diversos; el
horror de la batalla, a cuyos incidentes se libró la suerte de Europa;
y la alegría de la victoria, cuando a la luz de los astros, después de
tantos prodigiosos esfuerzos, teniendo por templo el espacio inmenso,
por altar las cordilleras, entonaron los nuestros un «Te Deum» que debió
resonar desde Covadonga hasta Granada, y conmover desde la vieja Asia
hasta la desconocida América, llamadas a llevar más tarde marcado el sello
de la nación inmortal que naciera en aquellos épicos e inolvidables combates.
¡Cuánta fuerza tiene la tradición! ¡Cómo avasalla las voluntades
y los entendimientos! Seis siglos hace que acabaron las guerras de árabes
y españoles en aquellas regiones intermedias entre Castilla, Valencia
y Murcia, regiones fronterizas. Seis siglos hace que no ha vuelto a empeñarse
ninguna acción ni a verse ningún encuentro. El infiel quedó sometido primero,
y después, andando el tiempo, expulsado. Ni sus descendientes pudieron
tener un hogar donde él había tenido un trono. Don Alfonso el Sabio, que
volvía de tomar a Sevilla, al lado de su padre San Fernando y D. Jaime
el Conquistador, que acaba de tomar a Mallorca y a Valencia, repartiéronse
aquellas tierras y las poblaron el día que se vieron frente a frente sus
mutuas reconquistas, el uno de catalanes, y de castellanos el otro. Desde
entonces han corrido en quieta y pacífica posesión de aquellos territorios,
sin más dificultades que las corrientes, así en todo estado feudal como
en los comienzos y fundación de las monarquías modernas. No queda, pues,
ni un átomo del polvo de aquellos combates en el aire, ni un dejo del
amargor de aquellos recuerdos en los labios; y no obstante esto, las guerras
se empeñan todavía en simulacros y pasan de generación en generación como
un sacratísimo legado, sobreviviendo a la muerte de las ideas y de las
costumbres y de las instituciones en cuya virtud nacieron y duraron. ¿Cómo
puede ya extrañarnos ninguno de estos grandes y perdurables pensamientos,
que corren de tiempo en tiempo y de gente en gente con fuerza capaz de
dar calor a muchas sociedades y vida a muchos siglos? La idea platónica del Verbo, casi prevista por los indios
y formulada en la Academia, a la sombra de los plátanos del Pireo, al
chirrido de las cigarras áticas, halla todavía altares en nuestro corazón
y en nuestra Iglesia. El demonio persa, que ha brotado de la religión,
mazdea, lucha aún, principio, o por lo menos, agente del
mal, con nuestro Dios, no sólo según los sentimientos vulgares, sino también
según las más sabias leyendas. Los sitios consagrados a Lucina
por los antiguos griegos son los santuarios donde las mujeres en cinta
piden hoy a los santos de su devoción un buen parto. Las fiestas de la
Candelaria, dedicadas a bendecir los cirios,
corresponden a las antiguas fiestas lupercales. Los solsticios de verano
y de invierno tienen la velada de San Juan, la Noche Buena, La Misa del
gallo, como en la antigüedad tenían otros festejos, destinados en su mayor
parte al dios Adonis. La fiesta de las flores se funda doscientos cuarenta
años antes de Cristo, y se reproduce a nuestros ojos en el mes de Mayo,
cuando las rosas llenan los altares divinos de María. Como Leandro pasa
en las leyendas paganas a nado el Bósforo por recoger la mirada de Hero,
un joven cristiano, allá en las leyendas de la Edad Media, pasa a nado
el Ródano por recoger la palabra de Marta. El nombre de María
de Magdala, que quiere decir «torre» en el antiguo
hebreo, guarda tradiciones tales, que se extienden por los templos de
Babilonia y por las tierras interiores del Asia. Las virtudes dadas por
la Edad Media al número siete, como se ve por los Siete Dolores, por las
Siete Partidas, por las Siete Palabras, provienen de la religión sabeísta. Herodes degüella a los inocentes en Judea, como
los degolló Cartago para desarmar a sus divinidades en el terrible asedio
que le pusiera Agatócles. No acabaríamos nunca
si hubiéramos de decir cuánto han perdurado las creencias y cómo se han
unido a ellas los pueblos. Así, no extrañaremos que, viviendo todavía
divinidades como las divinidades nacidas a las orillas del Ganges
en los crepúsculos matutinos de la historia, vivan también las guerras
de moros y cristianos en nuestras provincias meridionales. Nosotros, que reproducimos y abreviamos en el compendio
de nuestra vida el alma y la vida superior de los pueblos, nosotros tenemos
que convertir por fuerza la vista hacia las fiestas de la infancia, dilatándonos
cada vez más en los recuerdos, a medida que menos podemos dilatarnos ya
en las esperanzas. Felices mil veces los que al fin de tantos combates
como traen consigo las mundanas mudanzas, todavía guardan vivas en su
corazón aquellas emociones perfumadas por la inocencia. ¡Malhadado el
hombre a quien no le cautiva el hogar de su familia, el sepulcro de sus
antepasados, el templo de sus primeras oraciones, el sitio bendecido por
los primeros amores! Yo recuerdo siempre un Miércoles Santo en la basílica de
Roma. Bajo sus grandiosos arcos buscaba una emoción religiosa, oyendo
las cadencias de Palestrina o de Allegri,
y sólo pude encontrarla en el punto en que salmodiaban los sacerdotes
el canto llano, oído tantas veces en la iglesia de mi valle de Elda. ¡Dios mío! ¡Cómo guardo grabada en mi memoria cada una de
aquellas festividades, que constituían todo el esparcimiento y el recreo
de una existencia compartida entre la religión y la naturaleza! Paréceme que oigo los trenos de Jeremías, cuyos acentos
me daban el escalofrío de lo sublime, y que veo el santuario solitario,
el ara desnuda, el velo del templo rasgado, las lámparas extintas en el
luctuoso Viernes Santo. Paréceme que asisto
aún a la mañana de Pascua, en que el alegre repique de los campanarios
y el encuentro de la Virgen con su Divino Hijo, así como devolvían la
paz al corazón lacerado, anunciaban que la yema iba a dar el brote, la
larva el insecto, la semilla el tallo, y el capullo la flor. Paréceme
que las letanías se difunden aún por los aires en las mañanas de Mayo,
y que al levantarse la cruz de plata sobre los campos, inclínanse
las espigas y alzan sus encendidos cálices las amapolas en señal de mística
adoración. Paréceme que oigo las marchas de
nuestra música popular, que veo las danzas de nuestros gigantones monstruosos,
que asisto al espectáculo de vestir a los niños de ángeles con sus coronas
de rosas y sus alitas de talco. Mas entre todas las fiestas, ninguna ciertamente
como la fiesta consagrada a la Virgen el día de su Natividad, el 8 de
Septiembre. Son aquellos días de verdadero reposo para el labrador.
Los granos están ya recogidos y almacenados. Las cosechas de otoño, si
maduras, no llegan aún al tiempo de la recolección. La mazorca ostenta
su sedosa cabellera; la uva se endulza, como apercibiéndose a la vendimia;
el higo ya gotea miel; la aceituna se ennegrece y se ablanda; la almendra
cae de su encierro, perfumada por las olorosas gomas; el melocotón ofrece,
tras la aterciopelada pelusilla, sus ricas carnes; el melón y la sandía
convidan con su frescor, en tales términos, que bien puede llamarse el
campo, en semejante estación, el festín de los festines. Nada más natural
que aquellos sencillos campesinos consagren un día de regocijo a la Virgen
Madre, por cuya intercesión creen haberse preservado de los pedriscos
y haber podido llegar en paz al día de la cosecha. Cuentan la aproximación
de esta festividad con los dedos. Guardan para ella todo lo mejor que
tienen: el vestido más rico y el más sabroso alimento. Abren de par en
par las puertas a sus huéspedes, que llegan a henchir la casa. No recuerdo
ninguna hora tan alegre como la hora conocida por ellos con el nombre
pintoresco de «albada», la media noche, en que suena el primer minuto
de la víspera. Las campanas todas repican al vuelo, los cohetes serpentean
por los aires; la población entera se regocija; las músicas suenan mezcladas
con los vivas de entusiasmo y los alardes de alegría. Yo no he visto procesión
como aquella al anochecer, con las calles enarenadas de salvia y de espliego;
las casas ceñidas de follaje; las ventanas adornadas de colgaduras; los
niños vestidos de ángeles o de santos; las jóvenes, envueltas en sus mantillas
blancas, despidiendo de las manos flores y anises; las velas y los hachones
dilatándose en dos largas hileras, como sartas de astros y moviéndose
como enjambres de aerolitos; la bella efigie, vestida de brocado, reluciente
de pedrería, con los rayos de su corona rnística
en las sienes, con sus coros de querubines a los pies, reflejando las
luminarias en las facetas de sus piedras preciosas, sonriendo con el amor
divino, conducida entre nubes de inciensos, acordes de dulces melodías
y susurros de místicas y suavísimas oraciones. Así es la vida; como la planta pasa de semilla a raíz, de
raíz a tallo, de tallo a flor, de flor a fruto, pasa el alma del predominio
del sentimiento al predominio de la fantasía, y del predominio de la fantasía
al predominio de la inteligencia, y del predominio de la inteligencia
al predominio de la razón y del juicio. Los símbolos de las primeras creencias
quedan ahí en su inmaculada hermosura, como queda la doncella de los primeros
amores en la mujer propia, en la hacendosa ama de casa, en la buena madre,
en la próvida nodriza, en la prosaica, pero fecunda compañera de la vida,
cuyos oídos no escuchan ya la serenata al pie de la reja ni el suspiro
del amor confiado al aire de la noche, porque ha pasado de las ilusiones
a las realidades y ha cumplido su destino anunciando en el crepúsculo
de la juventud con albores teñidos de encantadora poesía. Toda obra grande
aparece bañada en los sudores del trabajo; toda criatura humana cubierta
con la sangre del parto, todo progreso envuelto en las ruinas de instituciones
seculares, toda ciencia nueva cargada con las heridas abiertas a la fe
antigua. ¡Cuánto se parecen y cuánto se diferencian la sociedad y la naturaleza!
En la naturaleza los seres nacen bendecidos y amados por sus padres; en
la sociedad, al revés; engendra Egipto a la Sinagoga, y la rechaza; engendra
la Sinagoga a la iglesia, y la maldice; engendra la iglesia a la revolución,
y la excomulga. Pero, sin apurar el revelador de Dios las iras de los
Faraones egipcios, y el revelador de la conciencia el odio de los idólatras
griegos, y el revelador del Verbo la enemiga de los fariseos judíos, y
el revelador del cielo la persecución de los inquisidores romanos, y el
revelador de la tierra la hiel de los sabios salmantinos, ¿cuándo se hubiera
escrito en la historia el poema inmortal de los humanos progresos? Como
el ave no se puede quedar en su primitivo nido, el espíritu no se puede
quedar en. su primitiva creencia. Si tal hiciera, sabría de la historia
los cuentos de su abuela, y del universo las fábulas de su pueblo, y de
la sociedad las supersticiones de su infancia, explicando lo porvenir
por lo pasado y haciendo de la cuna su mortaja. Encaraos con Dios, si esto os desplace, y preguntadle por
qué ha querido que no pueda llegarse a la ciencia sino por el áspero camino
de la investigación, ni a la investigación sino entre el oleaje de la
duda. Encaraos con Dios, y preguntadle por qué sentimiento y dolor son
casi idénticos en nuestra alma, como son casi sinónimos en nuestra lengua.
Encaraos con Dios, y preguntadle por qué a la experiencia no puede llegarse
sino mediante el desengaño. Encaraos con Dios, y preguntadle por qué en
vez de habernos hecho los soberanos del universo, con todas las verdades
a los alcances de nuestra inteligencia y con todos los goces a los alcances
de nuestro deseo, nos ha hecho los guerreros de la vida, para quienes
ninguna victoria llega, sino después, de porfiados y cruentísimos
combates. ¿Qué queréis? No tenemos nosotros la clave del Universo, no
hemos escrito nosotros en los espacios el enigma de los humanos destinos.
No vale menos el sol, ni brilla menos, porque en vez de
creerlo un Dios, como lo creía el pastor caldeo en la inmensidad del desierto,
le creamos vasallo de otro sol, en cuya comparación debe aparecer más
pálido, más blanquecino y más humilde que nuestra melancólica y apagada
luna. Ese polvillo que pasa, ese átomo de polen apenas perceptible al
microscopio, resulta en el equilibrio universal tan necesario como los
astros mayores perdidos en los abismos cerúleos, cuyo volumen no pueden
adivinar nuestros mezquinos cálculos. Cuando la tierra se extendía en
lo infinito, llevando el oxígeno puro en sus columnas de llamas y el platino
fundido en sus mares de fuego, aparecería en los espacios más bella, más
luminosa, más esplendente que hoy, como aparece más bello el encendido
volcán que la muda nieve en la montaña; pero no podría ser habitación
del espíritu, pues para celebrar sus nupcias con esta entidad misteriosa
y encerrarlo en la cadena de las formas por medio del humano organismo,
ha necesitado enfriarse mucho, desprenderse de mucha luz y de mucho fuego,
perder en gran parte su antiguo esplendor celeste. Digan lo que quieran
nuestros pesimistas, felicidad no se encuentra en el aniquilamiento, sino
en la plenitud del ser. Digan lo que quieran, la vida no es tan mala cuando
se la toma como es, limitada; cuando se admiten como una necesidad inevitable
sus transformaciones; cuando se ofrecen al bien de la humanidad sus tristezas;
cuando se les da su parte de poder al sentimiento, a la imaginación y
a la idea. Sí, hermanos míos; hemos salido de ahí, hemos dejado atrás
esos símbolos, nos hemos desceñido de muchas de esas creencias; mas para
convertir en verdad social y política la estética religiosa de nuestros
primeros años. Si fuera verdad que hemos contribuido a emancipar el pensamiento;
si fuera verdad que hemos trabajado por redimir la conciencia y comunicarla
libremente con su fe interior; si fuera verdad que hemos roto las cadenas
de algún esclavo, el cual sin nuestras palabras y nuestros votos aún yacería
atado a su ignominia y desprovisto de todo humano derecho; si fuera verdad
que algún resto de la injusticia feudal y algunas sombras de la Inquisición
antigua se han acabado al eco de nuestra voz, aún podríamos dar por bien
empleado el trabajo, el combate, el dolor, el martirio y hasta la calumnia.
Si la muerte no nos visita antes y nos lleva en sus alas
a otro mundo, dentro de algunos años, cuando la vejez haya apagado la
voz en mi garganta, la luz en mi inteligencia, el calor en mi corazón,
volveré a pedir mi último hogar a esa tierra sacratísima donde he tenido
el primero. Y me persuadiré de que, así como las generaciones presentes
viven por fuerza en sus antepasados y en sus sucesores al mismo tiempo,
las ideas viven por necesidad en las creencias que las han precedido y
en las creencias que habrán de seguirlas. La revelación no ha bajado al
mundo en una hora. Patriarcas, profetas, sacerdotes de todos los cultos,
filósofos de todas las escuelas, mil esperanzas varias, mil presentimientos
misteriosos, el libro que parece a ella más ajeno, el cántico que parece
a sus ideas más contrario, la Sibila en su caverna y el Pontífice en su
ara, el rezo sagrado y el oráculo pagano, el poeta que ha escrito los
orígenes de Roma como el sabio que ha presentido los destinos de la humanidad,
todos han dado algo al divino conjunto de dogmas, que las generaciones
presentes y las generaciones venideras convertirán en leyes e instituciones,
como se convierte desde el fósforo de los fuegos fatuos hasta el ázoe
de los estiércoles inmundos, desde el destello de la aurora boreal en
el cielo hasta el polvillo del hierro en la mina, por las alquimias de
la nutrición y de la respiración universal, en los elementos componentes
de nuestro hermoso organismo. Creedlo; hay una cadena eléctrica, nunca interrumpida, entre
los abismos del cielo azul y los abismos de la humana conciencia. Emilio Castelar
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